EL CREPUSCULO
DE LA CIVILIZACIÓN1
Máximo Gorki, en un
emocionante articulo, nos hablaba hace poco del "fin de Europa".
Y esta no es una frase de literato. Es una realidad histórica. Estamos
asistiendo, verdaderamente, al fin de esta civilización. Y, como esta
civilización es esencialmente europea, su fin es, en cierto modo, el fin
de Europa.
Nuestra generación,
impregnada todavía de la idea de un progreso siempre ascensional, sin
soluciones de continuidad, no puede percibir ni comprender fácilmente
esta realidad histórica. No puede alcanzársele que esta civilización,
tan potente y tan maravillosa, no sea también infinita e imperecedera.
Para ella, esta civilización no es "una civilización", Es
"la Civilización" con letra mayúscula.
Pero la filosofía
contemporánea roe activamente ese espejismo. Oswald Spengler, uno de los
pensadores más originales y sólidos de la Alemania actual, en un libro
notable, desarrolla la tesis de que "el fenómeno más importante de
la historia humana es el nacer, florecer, declinar y morir de las
Culturas". (Spengler no dice Civilizaciones sino Culturas). Toda
cultura ha tenido sus características económicas, políticas, estéticas
y morales absolutamente propias. Toda cultura se ha alimentado de su
propio pensamiento y de su propia fantasía. Toda Cultura, después de un
período de apogeo, llenada su misión, ha decaído y perecido. Y toda
Cultura, sin embargo, ha tenido como la nuestra, la ilusión de su
eternidad. Esta ilusión, por otra parte, ha constituido siempre un
elemento moral indispensable de su desarrollo y de su vitalidad. Y, si
empieza a flaquear en nuestra Civilización, socavada por el pensamiento
relativista, es porque nuestra civilización se aproxima a su ocaso.
Ese es, precisamente, uno
de los síntomas de decadencia de esta Cultura. Un síntoma sutil, pero
trascendental. Un síntoma expresivo nada menos que de la crisis de las
concepciones filosóficas sobre las cuales reposa esta civilización.
Otros síntomas, más perceptibles y más inmediatos, son la crisis económica
y la crisis política.
Política y económicamente,
la sociedad europea ofrece el espectáculo de una sociedad en decadencia.
Cada uno de los cuatro años posteriores al armisticio, en vez de aportar
la solución de los problemas de la paz, se respiraba en Europa una atmósfera
más optimista que ahora. No hay Estado europeo, vencedor o vencido, para
el cual la situación no sea hoy peor que hace cuatro años.
Los países vencidos han
caído en la ruina, en la postración, en el desorden que todo el mundo
contempla. Austria, a consecuencia de la vivisección del antiguo imperio
austriaco, mutilada, empobrecida, desangrada, carece de medios de vida. Su
anexión a un Estado limítrofe es su única esperanza, su único camino.
En Viena reina una miseria apocalíptica. Las gentes perecen de hambre en
las calles. Yo he visto caer de inanición a una mujer consumida,
espectral. Hungría y Bulgaria disponen de más recursos que Austria para
alimentar a su población, pero tienen arruinada su economía y depreciada
su moneda. En Budapest mismo, donde no se siente la miseria que en Viena,
me han contado que hay gente que no come sino dos veces a la semana. Y
Alemania, finalmente, parece amenazada de una miseria análoga. La población
alemana ve empobrecerse más cada día su tenor de vida. El presupuesto de
las familias de la clase media y de la clase proletaria es un presupuesto
de hambre. Las industrias alemanas trabajan, producen y exportan
abundantemente a costa de la miseria de sus empleados y obreros. Y la
situación de los países vencedores, si no es igualmente desesperada,
tampoco tiende a normalizarse. Inglaterra tiene paralizada una parte de su
actividad industrial. El número de desocupados asciende casi a dos
millones. La cuestión irlandesa sigue prácticamente sin solución. La
victoria de los turcos sobre los griegos ha infligido un golpe a la
dominación británica en Oriente. Y ha aumentado la amenaza de una
insurrección islámica. Francia está agobiada por el déficit de su
presupuesto que pasa de quince millones de francos. Como este déficit es
cubierto con bonos del tesoro, o sea con créditos internos, la deuda pública
francesa crece fantásticamente. El servicio de esta deuda reclamará
sumas cada vez mayores que mantendrán el desequilibrio del presupuesto.
Y, dentro de este caos hacendario, Francia es solicitada por Inglaterra
para iniciar el pago de los intereses de sus deudas de guerra. Francia
pretende extraer de Alemania los millares de millones necesarios para la
reconstrucción de las provincias devastadas y el convalecimiento de su
hacienda. Pero Alemania es insolvente. Su insolvencia aumentará a medida
que se aumente la desvalorización del marco. Italia también está económicamente
desequilibrada. Su déficit, no obstante las economías inauguradas, es de
cinco mil millones de liras y no hay perspectivas de que disminuya. Al
contrario, hay perspectivas de una nueva carga fiscal: el servicio de las
acreencias de la guerra británicas y americanas. Además, Italia está
devorada por la guerra civil. Fascistas y socialistas reviven en las
ciudades italianas las luchas medioevales de güelfos y gibelinos. El
fascismo se ha sustituido al Estado, en la acción contrarrevolucionaria,
y ha acelerado así el desprestigio y la decadencia de éste. Los viejos
partidos democráticos hablan de reorganizarse y restaurar la maltrecha
autoridad del Estado. Pero el fascismo reclama para sí el gobierno. Y la
vieja democracia no puede prescindir de sus servicios. La desmovilización,
el desarme del fascismo, traería una inmediata contraofensiva
revolucionaria.
De otro lado, la situación
de los países vencedores está vinculada a la situación de los países
vencidos. La experiencia de los cuatro últimos años prueba que no es
posible la coexistencia de una Europa occidental normalizada y
restablecida y de una Europa central oprimida y famélica. La unidad económica
de Europa se opone a la existencia sincrónica de la normalidad y del
caos. El peligro de bancarrota alemana es, por esto, un peligro de
bancarrota europea.
Algunos estadistas de la
Europa vencedora comprenden esta verdad. Esos estadistas, Nitti, Caillaux,
Keynes —en quienes el político prevalece sobre el hombre de estudio—,
creen, naturalmente, que aún hay remedio para esta crisis. Pero, mientras
sus páginas que describen la crisis son de una clarividencia y de una
robustez máximas, sus páginas que señalan las soluciones son las menos
seguras y persuasivas. Sus libros dejan la impresión de que tocan la
realidad en su parte crítica, pero no en su parte constructiva.
Existe un programa de
reconstrucción europea. Es un programa de colaboración y de compromiso,
de una parte entre los Estados vencedores y los Estados vencidos y, de
otra parte, entre las clases sociales antagónicas. Tiende, en suma, a
establecer una transacción entre el viejo orden de, cosas y el orden de
cosas naciente. Y, en la intención de algunos de sus patrocinadores,
tiende a evitar que una transición brusca de un régimen a otro
destruya la riqueza material, el progreso técnico, creados por la
sociedad capitalista. A tal programa, se adhieren no sólo los elementos
más iluminados de la burguesía sino también los elementos más
templados del socialismo, cuya colaboración gubernamental sería necesaria
para actuario.
Pero sólo en
Inglaterra,
que es por excelencia el país de las transformaciones graduales y
pacíficas,
este programa tiene probabilidades de ser actuado. Francia está
todavía
muy lejos de él. Lo demuestra claramente el hecho de que el
político
que lo preconiza, Caillaux, sea aún un político exilado de la
política
y hasta del territorio francés. Italia está más cercana a esa
política. Nitti conserva alguna influencia en el parlamento italiano.
Alrededor de
un gobierno suyo podrían conjuncionarse los populares y los
socialistas
de derecha. Pero un gobierno de ésta naturaleza tendría que ser un
gobierno antifascista. Un gobierno que provocaría la insurrección
del
fascismo. Y que, por tanto, no es un gobierno probable. Más chance
de influencia en el gobierno tienen por ahora los fascistas, cuyo
predominio en la política italiana multiplicaría, evidentemente, los gérmenes
de guerra y de desorden en Europa. El fascismo, que aspira a apoderarse
del gobierno de Italia, es un movimiento ultranacionalista. Su doctrina
política no se diferencia de la vieja doctrina liberal sino por su delirante
literatura nacionalista.
Y acontece, sobre todo,
algo más grave. Que Francia, puesta a elegir entre una hipotética ruina
europea y una segura reconstrucción alemana, opta por la primera. Y es
que, como he escrito en un artículo reciente, los estadistas franceses
tienen una mentalidad demasiado reaccionaria para aceptar que, por culpa
de su política, la civilización capitalista corre peligro de muerte.
Y, en el fondo, tienen razón.
No es el imperialismo francés lo que hace vacilar a Europa. El
imperialismo francés es generado por la decadencia europea. Es un síntoma
de la crisis. Y lo es también la imposibilidad en que se hallan las
potencias vencedoras de concertarse alrededor de un programa común.
Considerando aislada y superficialmente esas dificultades, se piensa que
eliminándolas la crisis se solucionaría con facilidad. Pero,
experimentalmente se constata que no es posible eliminarla porque son las
expresiones, los efectos de la crisis mundial y no las causas de ésta.
El "fin de
Europa" aparece, pues, ineluctable. Esta civilización contiene el
embrión de una civilización nueva. Y, como todas las civilizaciones,
está destinada a extinguirse. El programa de los reformistas
—reformistas de la burguesía y reformistas del socialismo— es
detener su ruina mediante un compromiso entre la sociedad vieja y la
sociedad nueva. (Esta es otra manifestación de la decadencia y de la
decrepitud de la suciedad vieja. Un régimen que pacta con la revolución
es un régimen que se siente vencido por ella).
Pero antes de que la
sociedad nueva se organice, la quiebra de la sociedad actual precipitará
a la humanidad en una era oscura y caótica. Así como se ha apagado
Viena, festiva luz de la Europa de avant-guerre,
se apagará más tarde Berlín. Se apagarán Milán, París y Londres. Y,
último y grande foco de esta .civilización, se apagará Nueva York. La
antorcha de la estatua de la Libertad será la última luz de la
civilización capitalista, de la civilización de los rascacielos, de las
usinas, de los trusts, de los bancos, de los cabarets y del jazz band.
NOTA:
1
Publicado en Variedades: Lima,
16 de Diciembre de 1922.